XV Exaltación a Nuestra Señora de los Dolores
Veni Sancte Spiritus, Veni per Mariam
Imaginemos una tarde cualquiera en una casa de Nazareth. La joven madre se mueve entre las diferentes ocupaciones y exigencias del hogar. Seguramente musita casi en silencio un verso de los salmos o de alguno de los profetas, porque de niña había aprendido a memorizar la Sagrada Escritura. Quizás su esposo ha vuelto del banco de la carpintería porque la luz se vuelve cada minuto más tenue. Ella transita del horno donde se cuece el pan a la mesa aún no servida, pero sus ojos, casi de soslayo, no pierden de vista al niño que juega con una figura tallada con habilidad por su padre.
Para María, la relación con el Misterio que ha hecho el mundo, que hace salir el sol cada día y que Israel aprendió a conocer a través de su larga historia, consistía en la relación cotidiana con aquel niño. Todo (su preocupación por José, la belleza del atardecer, el dinero que escaseaba, o los rumores sobre un nuevo Gobernador de Judea) cobraba en su conciencia una sorprendente unidad; todo le remitía misteriosamente a aquel niño, que aparentemente era como todos los demás, y sin embargo, ella lo sabía, portaba consigo el significado del mundo.
Dios ha manifestado su amor al hombre, su misericordia sobreabundante, eligiendo un punto concreto en la marea de la historia: la humanidad de una jovencita hebrea que a los ojos del mundo podría parecer nada. María es bien consciente de esta elección gratuita: “desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. E intuye que esta elección está en función del designio de Dios para el mundo: “su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”. Así pues, en María resplandece sin posibilidad de confusión, la naturaleza del cristianismo: Dios, se comunica al hombre a través de lo humano; ha pedido a aquella joven hebrea que acoja en su corazón (es decir, en su libertad y en su conciencia) y en su carne, su iniciativa completamente inesperada: hacerse uno de nosotros, para ser reconocido y amado.
A través del sí total y sin reservas que María ofrece a la iniciativa de Dios, se ha introducido un protagonista nuevo en la historia del mundo. Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, nacido de esta mujer, es el origen de una humanidad nueva, que a través del Bautismo se comunica a cada uno de los que le reconocen y desean seguirle.
Permitidme ahora, que contemplando a María, casi de su mano, contemplemos los rasgos fundamentales de la personalidad cristiana y recorramos el camino de su gestación, con el acento particular con que yo he sido educado en mi propio camino
Cristo es la respuesta a la sed del corazón del hombre
“Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador… porque ha mirado la humillación de su esclava”. El corazón del hombre está definido por una sed que no se sacia con los bienes de este mundo. Está hecho para el Infinito, y como decía San Agustín, estará inquieto hasta que descanse en Él. Dentro del gran curso de la historia de Israel, María mantenía despierto su corazón, su deseo de una verdad, de una justicia, y de una belleza total, de las cuales las criaturas son signo. El diálogo de María con el Ángel es la imagen perfecta del diálogo dramático del corazón del hombre con el Misterio: yo no sé cómo vas a responder a mi necesidad, no puedo establecer yo la forma, pero que se haga en mí según tu Palabra, pues sólo Tú, Señor, puedes saciarme.
María no sabía la forma (¿cómo va a ser eso?) y sin embargo se fía. Su disponibilidad confiada a la iniciativa de Dios, obtiene como respuesta algo imprevisto: concebirás y darás a luz a un Hijo, que será llamado Hijo del Altísimo. El anuncio de la Salvación del mundo coincide con el anuncio de que Dios responde a la exigencia humana de María: “ha mirado la humillación de su esclava”. Veinte siglos después, los hombres y mujeres de nuestro tiempo tomarán en serio la propuesta cristiana, si la perciben como la respuesta plena al grito de su necesidad humana. Para acoger a Cristo, es necesario que nuestra humanidad (conciencia y afecto, razón y libertad) esté viva, como en María, de modo que acogida coincida con la exaltación de nuestro yo.
La relación con Cristo tiene la forma de un encuentro que cambia la vida.
María nos muestra claramente que la relación con Jesús no consiste en una proyección de nuestras ideas o sentimientos, sino en un encuentro humano que tiene lugar dentro de las circunstancias de la vida: el comer y el beber, el trabajo y la relación con los vecinos, la enfermedad y la fiesta, la intimidad del hogar o la plaza pública. Para ella, la relación con Jesús no estaba al margen de todas estas situaciones: por el contrario, era ahí, dentro del tejido de las circunstancias cotidianas, donde se manifestaba la excepcionalidad de esa relación, donde se comenzaba a desvelar el misterio de aquel niño, de aquel joven, de aquel hombre, que portaba consigo el significado del mundo. Este encuentro cotidiano con Jesús da forma a la personalidad de María, cambia su mentalidad, se convierte en el punto de vista, en el criterio para valorarlo todo.
La memoria, conciencia viva del acontecimiento de Cristo
“Y María guardaba estas cosas en su corazón”. Cuando llegaba la noche, el contenido de la conciencia de María estaría tejido de los gestos y las palabras de Jesús; ella hacía memoria, “re-cordaba”, volvía a hacer suyo en el corazón (el núcleo de lo humano) cuanto había visto y oído, poniéndolo en relación con sus propias preocupaciones. Hacer memoria de Cristo, para nosotros como para ella, significa tomar conciencia en el momento presente, de los hechos que el Señor ha realizado ya en nuestra vida: “porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. Toda personalidad cristiana se genera en la memoria de Cristo (testimonio de los santos, Sagrada Escritura, Liturgia), y esta memoria no se alimenta de un discurso, sino de hechos que han sucedido. En la existencia de María comprendemos que el cristianismo es un acontecimiento de vida, no un discurso, una doctrina o un conjunto de reglas morales.
La pertenencia a Cristo se vive en el pueblo de la Iglesia
“Virgen Madre, hija de tu Hijo”, cantaba Dante en su Himno a la Virgen. Ella, cuyo seno había sido la morada del Misterio, se hizo hija de aquel Hijo, fue generada de nuevo por la relación con Él. Esta generación de la personalidad cristiana, producida por el encuentro con Cristo, reconocido y acogido libremente, se desarrolla en unas coordenadas de espacio y de tiempo, en un lugar histórico que es la Iglesia: su Cuerpo prolongado y extendido, como decían los Padres. Por eso la casa de Nazaret es la primera concreción de la Iglesia. Y La Iglesia es el espacio donde se genera hoy la personalidad cristiana. Sólo el vínculo existencial con esta comunión que Dios crea en la historia por el don del Espíritu Santo, permite la gestación de la humanidad nueva del cristiano. Sería inútil “aprender” un discurso cristiano y adherirse a un conjunto de valores morales, si esto no sucede dentro del acontecer de una relación viva con la Iglesia.
Nace una moralidad nueva
“Haced lo que Él os diga”. El encuentro con Cristo vivido en el hogar de la Iglesia, da lugar a un nuevo criterio, a una mirada distinta sobre las cosas. Para el cristiano, la moralidad nace de este apego a Cristo, presencia familiar amorosamente reconocida. También María cambió su forma de acoger a José cuando retornaba a casa cada día, su forma de contemplar el cielo cuajado de estrellas, o de vivir el cansancio. Cambió por la presencia y la relación con su hijo Jesús: en adelante, ya no serían sus intuiciones, ni su análisis de las cosas, ni siquiera la tradición heredada de sus padres, los que definirían su postura ante la vida, sino la relación con Él.
También para nosotros hoy, la moralidad nace del amor a Cristo: no es la plena coherencia con un esquema de valores, sino el apego y la simpatía total a la persona de Cristo viviente en su Iglesia. Podemos caer, olvidarnos e incluso traicionar, igual que San Pedro, pero lo que define nuestra vida cristiana es que finalmente prevalece aquel mismo “sí” de San Pedro: sí Señor, soy sólo un pobre hombre, pero Tú sabes que te quiero. Y así nuestra vida no está definida por una medida de nuestra perfección moral, sino por una adhesión incondicional a Su presencia. Es eso lo que nos hace imparables, y no nuestros planes o nuestros buenos propósitos.
Caridad, cultura, y misión
El cristianismo es un ímpetu de caridad, es la participación en un torrente de vida que la Encarnación del Verbo ha introducido en la historia. Para María no se trataba de seguir unas reglas sino de aceptar involucrarse en la iniciativa de Dios: “hágase en mí según tu Palabra”. Este ímpetu de caridad que el Espíritu Santo ha introducido en el mundo a través de María (Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam, es una invocación de la tradición cristiana que yo he aprendido a decir cada mañana) ha generado como fruto elocuente un pueblo nuevo, una comunión que no nace ni de la carne ni de la sangre; este pueblo, su mera existencia como tal, es el signo más claro de la victoria de Cristo.
Es de aquí, de donde deriva toda la novedad, porque la caridad, este modo de relacionarnos con todo que el Padre nos ha enseñado a través de Jesús, es la matriz de una cultura nueva, de una civilización cuyo centro es la persona, creada a imagen y semejanza de Dios y dotada por tanto de un valor sagrado e inviolable. Sólo el cristianismo ha intentado, a través de formas siempre parciales y aproximadas, construir la ciudad del hombre, la convivencia social, según estos parámetros. Ese ímpetu de caridad el que nos mueve también a llegar hasta los confines del mundo, para ofrecer a todos el bien que hemos encontrado. Porque para el cristiano, dar testimonio de la fe es la tarea de la vida.
Un camino educativo que dura toda la vida
Para concluir este recorrido por los rasgos fundamentales de la personalidad cristiana, que María ha encarnado del modo más perfecto y total, es preciso subrayar que el cristianismo es una educación continua de nuestra persona. La Virgen experimentó esta educación, primero en el trato familiar y cotidiano con Jesús, en el hogar de Nazareth, siguiéndole en su vida pública y en el momento supremo de la cruz; y después dentro de la primera comunidad cristiana, donde la vemos reunida junto a los apóstoles. Creo Señor, pero aumenta mi fe: esa es la petición más sencilla y razonable de cualquiera que se ha encontrado con Él. Todo el camino de la Iglesia, con su tejido de sugerencias y reclamos, se ordena a esta educación de nuestra persona, pues como recordaba recientemente Benedicto XVI, ella es “el verdadero sujeto de la fe”. Por eso la Iglesia es (¡debe ser!, porque para eso hemos sido injertados en ella por el Bautismo) una compañía real y cotidiana para nuestra vida: una figura carnal y experimentable, que nos abraza y nos corrige, que nos mueve continuamente a cambiar de mentalidad, que nos impulsa a remar mar adentro de las circunstancias y de la historia que nos toca vivir, para hacer presente allí, donde bullen las esperanzas y las angustias de los hombres, la novedad de una vida cambiada por el encuentro con Jesucristo.
La fe es la sustancia de la esperanza
En su maravillosa encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI nos recuerda que la fe cristiana es la sustancia de la esperanza, porque nos permite esperar la vida bienaventurada, la felicidad plena, a partir de un presente ya entregado. Jesucristo muerto y resucitado, presente en el cuerpo de la Iglesia, es el fundamento de nuestra esperanza, y nos permite gustar ya aquí, como en anticipo, los bienes que nos promete para la eternidad. El reino de Dios no es un más allá imaginario, sino que está presente allí donde su amor nos alcanza (SS. 31)
Nuestra vida, dice Benedicto XVI, es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso; necesitamos estrellas que nos ayuden a encontrar el camino justo. Personas que reflejen en sus vidas la luz de Jesucristo, que brilla sobre todas las posibles tinieblas de la historia.
Y entre todos los que han acercado y acercan esa luz a nuestras vidas, ¿quién mejor que María, que con su «sí» abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo?
Por eso la invocamos esta noche:
Virgen de la Soledad, que al pie de la cruz experimentaste el terrible dolor de contemplar a tu Hijo destrozado; tú que sentiste la desolación y te asomaste en esas horas al abismo de la desesperanza, acércate a los hombres y mujeres que hoy padecen el vacío y la frustración de una vida sin sentido. Tú, que volviste a escuchar en esa hora la palabra del Ángel, “no temas María”, haznos presente siempre en las horas oscuras la luz de tu Hijo resucitado.
Precisamente porque dijiste sí al anuncio misterioso de tu Dios, porque aceptaste su Palabra y la seguiste, recibiste al pie de la cruz la tarea de una nueva maternidad que abarca los confines del mundo. Por eso eres para cada uno de nosotros, en nuestra personal travesía, fuente viva de esperanza.
Hoy te pedimos por esta preciosa ciudad de Almería que te venera especialmente bajo la advocación de la soledad. Te pedimos por sus familias para que se mantengan unidas en la alegría que sólo tu Hijo puede dar. Te pedimos por sus jóvenes, para que no cedan a la tentación del escepticismo y de la violencia, y abran su razón y su corazón al encuentro con Jesús, presente en la Iglesia. Te pedimos por los ancianos, para que sientan la compañía constante de una comunidad que les anuncia la esperanza que no defrauda. Te pedimos por sus autoridades, para que sean solícitas en velar por el bien común y conscientes de los límites del poder, que debe estar siempre al servicio de la dignidad y la libertad de toda persona.
Como nos recordó bellamente Benedicto XVI desde el balcón de San Pedro, el día de su elección, María siempre está de nuestra parte: que Ella nos obtenga a todos de su Hijo el don de la fe, que es victoria sobre cualquier oscuridad, y el gozo de la unidad, que es espectáculo y esperanza para el mundo. Gracias.
Almería, 8 de marzo de 2008
Para María, la relación con el Misterio que ha hecho el mundo, que hace salir el sol cada día y que Israel aprendió a conocer a través de su larga historia, consistía en la relación cotidiana con aquel niño. Todo (su preocupación por José, la belleza del atardecer, el dinero que escaseaba, o los rumores sobre un nuevo Gobernador de Judea) cobraba en su conciencia una sorprendente unidad; todo le remitía misteriosamente a aquel niño, que aparentemente era como todos los demás, y sin embargo, ella lo sabía, portaba consigo el significado del mundo.
Dios ha manifestado su amor al hombre, su misericordia sobreabundante, eligiendo un punto concreto en la marea de la historia: la humanidad de una jovencita hebrea que a los ojos del mundo podría parecer nada. María es bien consciente de esta elección gratuita: “desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. E intuye que esta elección está en función del designio de Dios para el mundo: “su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”. Así pues, en María resplandece sin posibilidad de confusión, la naturaleza del cristianismo: Dios, se comunica al hombre a través de lo humano; ha pedido a aquella joven hebrea que acoja en su corazón (es decir, en su libertad y en su conciencia) y en su carne, su iniciativa completamente inesperada: hacerse uno de nosotros, para ser reconocido y amado.
A través del sí total y sin reservas que María ofrece a la iniciativa de Dios, se ha introducido un protagonista nuevo en la historia del mundo. Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, nacido de esta mujer, es el origen de una humanidad nueva, que a través del Bautismo se comunica a cada uno de los que le reconocen y desean seguirle.
Permitidme ahora, que contemplando a María, casi de su mano, contemplemos los rasgos fundamentales de la personalidad cristiana y recorramos el camino de su gestación, con el acento particular con que yo he sido educado en mi propio camino
Cristo es la respuesta a la sed del corazón del hombre
“Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador… porque ha mirado la humillación de su esclava”. El corazón del hombre está definido por una sed que no se sacia con los bienes de este mundo. Está hecho para el Infinito, y como decía San Agustín, estará inquieto hasta que descanse en Él. Dentro del gran curso de la historia de Israel, María mantenía despierto su corazón, su deseo de una verdad, de una justicia, y de una belleza total, de las cuales las criaturas son signo. El diálogo de María con el Ángel es la imagen perfecta del diálogo dramático del corazón del hombre con el Misterio: yo no sé cómo vas a responder a mi necesidad, no puedo establecer yo la forma, pero que se haga en mí según tu Palabra, pues sólo Tú, Señor, puedes saciarme.
María no sabía la forma (¿cómo va a ser eso?) y sin embargo se fía. Su disponibilidad confiada a la iniciativa de Dios, obtiene como respuesta algo imprevisto: concebirás y darás a luz a un Hijo, que será llamado Hijo del Altísimo. El anuncio de la Salvación del mundo coincide con el anuncio de que Dios responde a la exigencia humana de María: “ha mirado la humillación de su esclava”. Veinte siglos después, los hombres y mujeres de nuestro tiempo tomarán en serio la propuesta cristiana, si la perciben como la respuesta plena al grito de su necesidad humana. Para acoger a Cristo, es necesario que nuestra humanidad (conciencia y afecto, razón y libertad) esté viva, como en María, de modo que acogida coincida con la exaltación de nuestro yo.
La relación con Cristo tiene la forma de un encuentro que cambia la vida.
María nos muestra claramente que la relación con Jesús no consiste en una proyección de nuestras ideas o sentimientos, sino en un encuentro humano que tiene lugar dentro de las circunstancias de la vida: el comer y el beber, el trabajo y la relación con los vecinos, la enfermedad y la fiesta, la intimidad del hogar o la plaza pública. Para ella, la relación con Jesús no estaba al margen de todas estas situaciones: por el contrario, era ahí, dentro del tejido de las circunstancias cotidianas, donde se manifestaba la excepcionalidad de esa relación, donde se comenzaba a desvelar el misterio de aquel niño, de aquel joven, de aquel hombre, que portaba consigo el significado del mundo. Este encuentro cotidiano con Jesús da forma a la personalidad de María, cambia su mentalidad, se convierte en el punto de vista, en el criterio para valorarlo todo.
La memoria, conciencia viva del acontecimiento de Cristo
“Y María guardaba estas cosas en su corazón”. Cuando llegaba la noche, el contenido de la conciencia de María estaría tejido de los gestos y las palabras de Jesús; ella hacía memoria, “re-cordaba”, volvía a hacer suyo en el corazón (el núcleo de lo humano) cuanto había visto y oído, poniéndolo en relación con sus propias preocupaciones. Hacer memoria de Cristo, para nosotros como para ella, significa tomar conciencia en el momento presente, de los hechos que el Señor ha realizado ya en nuestra vida: “porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. Toda personalidad cristiana se genera en la memoria de Cristo (testimonio de los santos, Sagrada Escritura, Liturgia), y esta memoria no se alimenta de un discurso, sino de hechos que han sucedido. En la existencia de María comprendemos que el cristianismo es un acontecimiento de vida, no un discurso, una doctrina o un conjunto de reglas morales.
La pertenencia a Cristo se vive en el pueblo de la Iglesia
“Virgen Madre, hija de tu Hijo”, cantaba Dante en su Himno a la Virgen. Ella, cuyo seno había sido la morada del Misterio, se hizo hija de aquel Hijo, fue generada de nuevo por la relación con Él. Esta generación de la personalidad cristiana, producida por el encuentro con Cristo, reconocido y acogido libremente, se desarrolla en unas coordenadas de espacio y de tiempo, en un lugar histórico que es la Iglesia: su Cuerpo prolongado y extendido, como decían los Padres. Por eso la casa de Nazaret es la primera concreción de la Iglesia. Y La Iglesia es el espacio donde se genera hoy la personalidad cristiana. Sólo el vínculo existencial con esta comunión que Dios crea en la historia por el don del Espíritu Santo, permite la gestación de la humanidad nueva del cristiano. Sería inútil “aprender” un discurso cristiano y adherirse a un conjunto de valores morales, si esto no sucede dentro del acontecer de una relación viva con la Iglesia.
Nace una moralidad nueva
“Haced lo que Él os diga”. El encuentro con Cristo vivido en el hogar de la Iglesia, da lugar a un nuevo criterio, a una mirada distinta sobre las cosas. Para el cristiano, la moralidad nace de este apego a Cristo, presencia familiar amorosamente reconocida. También María cambió su forma de acoger a José cuando retornaba a casa cada día, su forma de contemplar el cielo cuajado de estrellas, o de vivir el cansancio. Cambió por la presencia y la relación con su hijo Jesús: en adelante, ya no serían sus intuiciones, ni su análisis de las cosas, ni siquiera la tradición heredada de sus padres, los que definirían su postura ante la vida, sino la relación con Él.
También para nosotros hoy, la moralidad nace del amor a Cristo: no es la plena coherencia con un esquema de valores, sino el apego y la simpatía total a la persona de Cristo viviente en su Iglesia. Podemos caer, olvidarnos e incluso traicionar, igual que San Pedro, pero lo que define nuestra vida cristiana es que finalmente prevalece aquel mismo “sí” de San Pedro: sí Señor, soy sólo un pobre hombre, pero Tú sabes que te quiero. Y así nuestra vida no está definida por una medida de nuestra perfección moral, sino por una adhesión incondicional a Su presencia. Es eso lo que nos hace imparables, y no nuestros planes o nuestros buenos propósitos.
Caridad, cultura, y misión
El cristianismo es un ímpetu de caridad, es la participación en un torrente de vida que la Encarnación del Verbo ha introducido en la historia. Para María no se trataba de seguir unas reglas sino de aceptar involucrarse en la iniciativa de Dios: “hágase en mí según tu Palabra”. Este ímpetu de caridad que el Espíritu Santo ha introducido en el mundo a través de María (Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam, es una invocación de la tradición cristiana que yo he aprendido a decir cada mañana) ha generado como fruto elocuente un pueblo nuevo, una comunión que no nace ni de la carne ni de la sangre; este pueblo, su mera existencia como tal, es el signo más claro de la victoria de Cristo.
Es de aquí, de donde deriva toda la novedad, porque la caridad, este modo de relacionarnos con todo que el Padre nos ha enseñado a través de Jesús, es la matriz de una cultura nueva, de una civilización cuyo centro es la persona, creada a imagen y semejanza de Dios y dotada por tanto de un valor sagrado e inviolable. Sólo el cristianismo ha intentado, a través de formas siempre parciales y aproximadas, construir la ciudad del hombre, la convivencia social, según estos parámetros. Ese ímpetu de caridad el que nos mueve también a llegar hasta los confines del mundo, para ofrecer a todos el bien que hemos encontrado. Porque para el cristiano, dar testimonio de la fe es la tarea de la vida.
Un camino educativo que dura toda la vida
Para concluir este recorrido por los rasgos fundamentales de la personalidad cristiana, que María ha encarnado del modo más perfecto y total, es preciso subrayar que el cristianismo es una educación continua de nuestra persona. La Virgen experimentó esta educación, primero en el trato familiar y cotidiano con Jesús, en el hogar de Nazareth, siguiéndole en su vida pública y en el momento supremo de la cruz; y después dentro de la primera comunidad cristiana, donde la vemos reunida junto a los apóstoles. Creo Señor, pero aumenta mi fe: esa es la petición más sencilla y razonable de cualquiera que se ha encontrado con Él. Todo el camino de la Iglesia, con su tejido de sugerencias y reclamos, se ordena a esta educación de nuestra persona, pues como recordaba recientemente Benedicto XVI, ella es “el verdadero sujeto de la fe”. Por eso la Iglesia es (¡debe ser!, porque para eso hemos sido injertados en ella por el Bautismo) una compañía real y cotidiana para nuestra vida: una figura carnal y experimentable, que nos abraza y nos corrige, que nos mueve continuamente a cambiar de mentalidad, que nos impulsa a remar mar adentro de las circunstancias y de la historia que nos toca vivir, para hacer presente allí, donde bullen las esperanzas y las angustias de los hombres, la novedad de una vida cambiada por el encuentro con Jesucristo.
La fe es la sustancia de la esperanza
En su maravillosa encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI nos recuerda que la fe cristiana es la sustancia de la esperanza, porque nos permite esperar la vida bienaventurada, la felicidad plena, a partir de un presente ya entregado. Jesucristo muerto y resucitado, presente en el cuerpo de la Iglesia, es el fundamento de nuestra esperanza, y nos permite gustar ya aquí, como en anticipo, los bienes que nos promete para la eternidad. El reino de Dios no es un más allá imaginario, sino que está presente allí donde su amor nos alcanza (SS. 31)
Nuestra vida, dice Benedicto XVI, es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso; necesitamos estrellas que nos ayuden a encontrar el camino justo. Personas que reflejen en sus vidas la luz de Jesucristo, que brilla sobre todas las posibles tinieblas de la historia.
Y entre todos los que han acercado y acercan esa luz a nuestras vidas, ¿quién mejor que María, que con su «sí» abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo?
Por eso la invocamos esta noche:
Virgen de la Soledad, que al pie de la cruz experimentaste el terrible dolor de contemplar a tu Hijo destrozado; tú que sentiste la desolación y te asomaste en esas horas al abismo de la desesperanza, acércate a los hombres y mujeres que hoy padecen el vacío y la frustración de una vida sin sentido. Tú, que volviste a escuchar en esa hora la palabra del Ángel, “no temas María”, haznos presente siempre en las horas oscuras la luz de tu Hijo resucitado.
Precisamente porque dijiste sí al anuncio misterioso de tu Dios, porque aceptaste su Palabra y la seguiste, recibiste al pie de la cruz la tarea de una nueva maternidad que abarca los confines del mundo. Por eso eres para cada uno de nosotros, en nuestra personal travesía, fuente viva de esperanza.
Hoy te pedimos por esta preciosa ciudad de Almería que te venera especialmente bajo la advocación de la soledad. Te pedimos por sus familias para que se mantengan unidas en la alegría que sólo tu Hijo puede dar. Te pedimos por sus jóvenes, para que no cedan a la tentación del escepticismo y de la violencia, y abran su razón y su corazón al encuentro con Jesús, presente en la Iglesia. Te pedimos por los ancianos, para que sientan la compañía constante de una comunidad que les anuncia la esperanza que no defrauda. Te pedimos por sus autoridades, para que sean solícitas en velar por el bien común y conscientes de los límites del poder, que debe estar siempre al servicio de la dignidad y la libertad de toda persona.
Como nos recordó bellamente Benedicto XVI desde el balcón de San Pedro, el día de su elección, María siempre está de nuestra parte: que Ella nos obtenga a todos de su Hijo el don de la fe, que es victoria sobre cualquier oscuridad, y el gozo de la unidad, que es espectáculo y esperanza para el mundo. Gracias.
Almería, 8 de marzo de 2008
José Luis Restán
Periodista
Periodista